domingo, 5 de agosto de 2012

· Juan Ramón Jiménez "Platero y yo": verdadera literatura de la niñez como pureza del alma.



Nos acercamos de forma sencilla –como le gustaría a él- a una figura “esencial” en la historia de la poesía: Juan Ramón Jiménez.
Nos vamos a recrear un instante, que siempre será eterno, en su obra más conocida y profundamente cercana a su-nuestro ámbito, y que por conectar e iluminar los rincones del alma a través de lo fundamental, con la sencillez de su prosa poética, trasciende, revelando magistralmente el mundo Juan-Ramoniano y convirtiéndose así en una obra universal.

El año pasado por estas fechas visitábamos Moguer, escenario de su primera infancia y juventud, paisaje de las primeras vivencias e impresiones, primer aliento poético y fuente de inspiración madurada, raíz y fin, motivo y personaje subjetivado en ésta obra. Acudíamos a la casa-museo, un término contradictorio si entendemos casa por hogar, y nos dejábamos llevar por los objetos que allí se atesoran y del sinfín de detalles que dan fe del enorme amor y apoyo que representó Zenobia Camprubí en la vida del poeta, al punto de no cobrar sentido ésta (la suya) después de la muerte de su mujer.
 Tomábamos más conciencia de la enorme obra del poeta acorde a la categoría humana de la persona a la que representa.

- XLII- EL NIÑO Y EL AGUA
En la sequedad estéril y abrasada de sol del gran corralón polvoriento que, por despacio que se pise, lo llena a uno hasta los ojos de su blanco polvo cernido, el niño está con la fuente, en grupo franco y risueño, cada uno con su alma. Aunque no hay un solo árbol, el corazón se llena, llegando, de un nombre, que los ojos repiten escrito en el cielo azul Prusia con grandes letras de luz: Oasis.

Ya la mañana tiene color de siesta y la chicharra sierra su olivo, en el corral de San Francisco. El sol le da al niño en la cabeza; pero él, absorto en el agua, no lo siente. Echado en el suelo, tiene la mano bajo el chorro vivo, y el agua le pone en la palma un tembloroso palacio de frescura y de gracia que sus ojos negros contemplan arrobados. Habla solo, sobre su nariz, se rasca aquí y allá entre sus harapos, con la otra mano. El palacio, igual siempre y renovado a cada instante, vacila a veces. Y el niño se recoge entonces, se aprieta, se sume en sí, para que ni ese latido de la sangre que cambia, con un cristal movido solo, la imagen tan sensible de un calidoscopio, le robe al agua la sorprendida forma primera.
- Platero, no sé si entenderás o no lo que te digo: pero ese niño tiene en su mano mi alma.


-LVX- El verano
Platero va chorreando sangre, una sangre espesa y morada, de las picaduras de los tábanos. La chicharra sierra un pino, que nunca llega... Al abrir los ojos, después de un inmenso sueño instantáneo, el paisaje de arena se me torna blanco, frío en su ardor, como fósil espectral. Están los jarales bajos constelados de sus grandes flores vagas, rosas de humo, de gasa, de papel de seda, con las cuatro lágrimas de carmín; y una calina que asfixia, enyesa los pinos chatos. Un pájaro nunca visto, amarillo con lunares negros, se eterniza, mudo, en una rama. Los guardas de los huertos suenan el latón para asustar a los rabúos, que vienen, en grandes bandos celestes, por naranjas... Cuando llegamos a la sombra del nogal grande rajo dos sandías, que abren su escarcha grana y rosa en un largo crujido fresco. Yo me como la mía lentamente, oyendo, a lo lejos, las vísperas del pueblo. Platero se bebe la carne de azúcar de la suya como si fuese agua.

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