viernes, 12 de octubre de 2012

· "El viento en los sauces" de Kenneth Grahame: verdadera literatura de la niñez como pureza del alma II


Kenneth Grahame
    Aunque el genero narrativo para niños (y no tan niños) tiene en lengua inglesa nombres notables (Oscar Wilde, Lewis Carroll, Robert L. Stevenson, Rudyard Kipling...), Kenneth Grahame es sin duda uno de los grandes de la literatura infantil. Y ello no es debido a que tenga una extensa obra en su haber, sino porque gracias al libro que hoy nos ocupa se merece, por derecho propio, estar en ese círculo de honor.
  Como decía el checo Rilke“la infancia es la verdadera patria del hombre” porque de allí venimos. Generalmente, en el proceso de crecer nos vamos endureciendo; olvidando  y perdiendo las virtudes del alma infantil. Por eso, si conseguimos conservar algo de ella, será pureza para nuestro espíritu. Deberíamos mantener La capacidad de mirar el mundo que nos rodea en sus detalles más pequeños, llenos de ilusión y curiosidad. Cuando nos encontramos con la naturaleza, se despiertan sentidos que experimentábamos de forma intensa durante la infancia. La ausencia del mundo reglado/civilizado, nos libera mentalmente. Grahame lo sabía y la conservaba y cultivaba casi con celo, pues esta maravillosa narración surgió como la puesta en pié de las historias que le contaba a su hijo. 
Éste pasaje que traemos a continuación de "El viento en los sauces" es en mi opinión una de las paginas más gloriosas en prosa poética de la literatura infantil, y por ende  Universal. El motivo es en apariencia simple: la sencillez de la naturaleza más próxima, la humildad de unas bestezuelas con una bondad más perfecta que la que anhela el ser humano. La magia, sabiduría y humanidad encarnada en estos dos personajes inmortales consiguen elevar a la gloria a su autor, y hace que todas las generaciones de pequeños y grandes que lo continúan leyendo y descubriendo, se maravillen y emocionen con ella siempre.

El Topo, que apenas movía la barca mientras exploraba las orillas, la miró con sorpresa.
̶        - Se ha ido -suspiró la Rata, hundiéndose de nuevo en su asiento-. ¡Tan hermoso, y extraño, y nuevo! Para que acabara tan pronto, casi hubiera preferido no oírlo. Porque ha despertado en mí un anhelo casi doloroso, y nada vale la pena, excepto oír de nuevo aquel sonido, y seguir oyéndolo para siempre. ¡No!
       - ¡Ahí está otra vez! -gritó irguiéndose de nuevo.
Cautivada, se quedó en silencio un buen rato, como bajo un hechizo.
̶           -  Ahora se aleja, casi no lo oigo -dijo al fin-. ¡Oh “Topo! ¡Qué belleza! ¡La delicada, clara y alegre llamada de una flauta distante!  Nunca había soñado con una música semejante y, sin embargo, su atracción es mayor que su dulzura. ¡Sigue remando, Topo! ¡La música y la llamada son para nosotros!  El Topo, muy intrigado, obedeció.
̶       - Yo no oigo nada -dijo-, sólo el viento que juega con los juncos, los carrizos y las mimbreras.

La Rata no contestó; ni siquiera lo oyó.  Arrebatada, embelesada, estaba hechizada por aquel sonido divino que había prendido en su alma indefensa y la mecía y la arrullaba, criatura desamparada y feliz en aquel fuerte y prolongado abrazo.
El Topo siguió remando en silencio, y pronto llegaron a un punto donde el río se abría a un remanso. Con un leve movimiento de cabeza, la Rata, que hacía rato había soltado el timón, indicó al Topo que se metiera por el remanso. La marea de luz crecía, y pronto pudieron ver el color de las flores que adornaban como piedras preciosas el borde del agua.
̶           ¡Nos vamos acercando! -gritó alegre la Rata-. Seguro que ahora puedes oírlo. ¡Ah..., por fin..., veo que tú también lo oyes!  El Topo, inmóvil y sin aliento, dejó de remar mientras el sonido acuático de aquella flauta lo cubría como una ola y lo hechizaba.  Vio las lágrimas correr por las mejillas de su compañera, inclinó la cabeza y comprendió.
Permanecieron así durante un rato, acaricia-
dos por las primaveras violetas que bordeaban la orilla. Luego la clara y autoritaria llamada que acompañaba la melodía embriagadora impuso su voluntad sobre el Topo, y éste se inclinó de nuevo mecánicamente sobre los remos. Y la luz se hizo más fuerte, pero los pájaros no cantaban, como suelen hacerlo al alba; todo se había paralizado menos aquella música divina.
A ambos lados, los fértiles prados parecían más frescos y verdes que de costumbre.  Nunca habían visto tan vivo el color de las rosas, ni las adelfas tan alborotadas, ni la reina de los prados tan olorosa y penetrante.  Entonces el susurro de la presa cercana llenó el aire, y los dos animalitos se dieron cuenta de que se aproximaban a la desconocida meta de su búsqueda.
Con un amplio semicírculo de luces centelleantes y brazos de agua verde, la gran presa cerraba el remanso de orilla a orilla, agitando la superficie tranquila con remolinos y espuma, y cubría los otros ruidos con su suave y solemne rumor. En medio de la corriente, envuelta en el abrazo de la presa, había una islita bordeada de sauces, abedules plateados y alisos. Tímida y reservada, pero llena de significado, se escondía detrás de aquel velo, esperando la hora exacta y con ella a los elegidos.
Lentamente, pero sin dudar ni vacilar y en solemne expectativa, los dos animales atravesaron las aguas tumultuosas y amarraron la barca a la margen florida de la isla.  Desembarcaron en silencio y avanzaron por las hierbas olorosas y las flores hasta que llegaron a un pequeño prado de un verde maravilloso, que la Naturaleza misma había adornado con árboles frutales: manzanas bravías, cerezas silvestres y endrinas.
̶           - Este es el lugar de mis sueños, el lugar que me describió la música -susurró la Rata como en trance-. ¡Si lo hemos de encontrar en algún sitio, será en este lugar bendito!
Entonces el Topo sintió un gran temor reverencial, un temor que le paralizaba los músculos, le hacía inclinar la cabeza y le ataba los pies al suelo. No era pánico lo que sentía -en realidad se sentía feliz y en paz-, sino un temor que lo golpeaba y retenía y, aun sin verlo, sabía que aquello significaba que alguna augusta Presencia estaba muy, muy cerca.  A duras penas se volvió a mirar a su amiga, y la vio a su lado, intimidada, agobia da y temblorosa. Y a su alrededor, la multitud de pájaros seguía silenciosa, mientras la luz aumentaba.
Quizá nunca se hubiera atrevido a levantar la mirada. Pero, aunque cesó el sonido de la flauta, la llamada aún les parecía imperiosa. No podía negarse, aunque fuese la mismísima Muerte quien lo estuviera esperando para acabar con él una vez que sus ojos mortales hubieran desvelado los secretos tan celosamente guardados. Temblando, obedeció y alzó humildemente la cabeza. Y entonces, en aquella claridad del inminente amanecer, mientras la Naturaleza, rebosante de color, parecía contener el aliento ante semejante acontecimiento, el Topo miró a los ojos mismos del Amigo y Protector. Vio la curva de los cuernos que brillaban a la luz del alba, vio la nariz aguileña entre los ojos bondadosos, que lo miraban burlones, y la boca, rodeada de barba, esbozaba una media sonrisa; vio los músculos perfectos del brazo cruzado sobre el ancho pecho; la mano larga y flexible que aún sostenía la flauta recién apartada de sus labios; vio las curvas perfectas de sus miembros velludos tendidos con majestuosa desenvoltura sobre el césped; y, por último, vio, acurrucada entre sus pezuñas, profundamente dormida, la infantil, pequeña y redonda figura del bebé Nutria. Todo aquello lo vio en un momento sobrecogedor e intenso en el cielo de la mañana. Y sin embargo, mientras miraba, aún vivía; y mientras vivía, se maravillaba.
̶              - ¡Rata! -susurró tembloroso, recuperando por fin el aliento-. ¿Tienes miedo?
̶           ¿Miedo? -murmuró la Rata, con los ojos brillando de amor-. ¡Miedo! ¿De Él? ¡Nunca!  Y..., y sin embargo... ¡Oh Topo, tengo miedo!  Entonces los dos animalitos se arrodillaron, inclinaron la cabeza y lo adoraron.

De repente, el gran disco dorado del sol se mostró frente a ellos en el horizonte, y los primeros rayos, disparándose por encima del nivel de las vegas, deslumbraron a los dos animales. Cuando recuperaron la vista, la Visión había desaparecido, y el aire rebosaba con los cantos de los pájaros que saludaban el amanecer.
Miraban sin comprender, y su tristeza se fue haciendo mayor cuando se fueron dando cuenta de lo que habían visto y perdido. Entonces una brisa caprichosa subió de la superficie del agua, estremeciendo los álamos y las rosas húmedas de rocío, y les acarició suavemente el rostro. Con aquella caricia vino también el olvido. Porque éste es el último y el mejor regalo que el generoso semidiós tiene a bien otorgar a aquellos ante quienes se ha revelado para ayudarles: el regalo del olvido. Para que el triste recuerdo no pueda perdurar y crecer y así impedir la risa y el placer, para que la obsesionante memoria no pueda estropear las vidas de los animalitos a quienes ayudó en momentos difíciles y para que, de este modo, todos vuelvan a ser felices.
El Topo se frotó los ojos y observó a la Rata, que miraba, intrigada, a su alrededor.
̶                -  Perdona, Rata, ¿qué has dicho? - preguntó.
̶       - Creo que sólo decía-contestó lentamente la Rata-que éste es el lugar donde lo encontraremos, si es que vamos a encontrarlo. ¡Mira!
       ¡Pero si ahí está el chiquillo! -Y con un grito de alegría corrió hacia el soñoliento Portly.
Pero el Topo se quedó un momento perdido en sus pensamientos, como quien, despertándose bruscamente de un sueño maravilloso, intenta recordarlo y sólo consigue captar un vago sentido de su belleza. ¡Su belleza! Hasta que incluso aquello se desvanece, y el soñador tiene que aceptar amargamente el duro y frío despertar; así que, después de luchar un momento con su memoria, el Topo meneó tristemente la cabeza y siguió a la Rata.
Kenneth Grahame "The wind in the willows"